La sensación que produce la contemplación del nuevo gobierno, que ha sido anunciado poco a poco con un suspense probablemente involuntario que se ha debido a que el presidente Sánchez ha tenido que ir casando diversos equilibrios, es el de que el equipo es fruto de un proceso muy meditado de elaboración, que ha encontrado respuesta positiva en prácticamente todos los interpelados por el líder del PSOE. El resultado es un equipo brillante, que a muchos habrá suscitado francas esperanzas y nuevas ilusiones de recuperación política cuando lo público estaba en franca decadencia.
Las carteras fuertes del gabinete —Vicepresidencia, Economía, Exteriores, Interior, Defensa— están en manos de personalidades muy potentes, que han demostrado una confianza admirable en la que no ha hecho mella la singularidad de la coyuntura: el mandato no será largo y la capacidad de acción del Ejecutivo resultará seguramente escasa, habida cuenta del reducido grupo parlamentario de que dispone y de aleatoriedad de los restantes apoyos.
Los ingredientes que han pesado en la definición del Gobierno han sido básicamente tres: la idoneidad, es decir, la solvencia técnica de cada ministro, que se adapta a la misión para la que es reclutado e incluso para la tarea que le aguarda en ella; la territorialidad, que ha dado entrada a políticos relevantes que han acumulado un currículum brillante en las autonomías; y la paridad, en absoluto forzada y que ha terminado decantándose hacia un gobierno predominantemente femenino: hay sólo siete hombres, incluido el presidente, y once mujeres, todas ellas con prestigio en su especialidad. El aumento de ministros hasta las 17 carteras actuales ha sido debido, según el propio Sánchez, a la recuperación de la cartera de Cultura —en manos del novelista Maxim Huerta—, a la visibilización de la potencia industrial española mediante un ministerio específico, a la formación de un departamento de Transición Energética que se ocupará del cambio climático y de la política energética que dirigirá Teresa Ribera (una autoridad incontestada en la materia), y a la creación de un ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, en manos del astronauta e ingeniero aeronáutico Pedro Duque, que al fin se ocupará del I+D+i.
De este panorama general emergen dos figuras singulares que le otorgan una densidad que le proporciona un inesperado valor añadido: Josep Borrell y Nadia Calviño. Ambos enmarcan con expeditiva claridad la cuestión catalana y conceden toda la credibilidad a un proyecto progresista de calado que está dispuesto a sujetarse a los consensos de Bruselas sin renunciar a imprimir un tinte igualitarista, socialdemócrata, que reequilibre una sociedad que sale de la crisis muy desequilibrada.
El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Cooperación y Unión Europa —significativamente, se le añade esta adscripción al título del Departamento—, Borrell, catalán de la Cataluña profunda y pirenaica, tiene un currículum inabarcable. Ingeniero, varias veces ministro, alcanzó la presidencia del Parlamento Europeo y ha sido uno de los intelectuales que han mantenido un discurso más lúcido contra el soberanismo, por el procedimiento de desentrañar sus falacias y de defender los valores de la igualdad, la solidaridad y el internacionalismo cosmopolita frente al localismo aldeano de sus antagonistas. Sus debates públicos con Junqueras han viajado profundamente por Internet y han destruido en gran parte las fabulaciones del independentismo. Su libro “Las cuentas y los cuentos del independentismo” ha dejado sin aliento a quienes exhibían mendaces razones para criminalizar al Estado español en este pleito. En definitiva, Borrell, por su propia biografía, tiene entrada franca en las cancillerías europeas, es un personaje de prestigio y con gran agenda en toda la Unión, y su papel pedagógico y en busca de la solidaridad europea frente al delirio de los independentistas será fecundo en extremo. Se explica la irritación de Puigdemont ante la noticia de su nombramiento, que acentuará la inanidad de su posición insostenible.
Pero, además, el hecho de que Nadia Calviño, hasta ahora directora general de Presupuestos de la Comisión Europea, se haya sumado al equipo gubernamental de Pedro Sánchez como ministra de Economía, refuerza aún más el vínculo de este gobierno con los valores de la UE, disipa cualquier recelo interno o externo que pudiera suscitar el acceso de la izquierda socialdemócrata al gobierno y termina de aislar al ultranacionalismo que trata de imponer un régimen basado en criterios étnicos en una Cataluña dividida.
Junto a estos dos pilares, hay en el gabinete otros nombres significativos que llaman la atención. Quizá el más inesperado de ellos sea el de Grande-Marlaska en Interior: su personalidad enlaza con la proyección radical que pretende imprimir Sánchez al gobierno en el sentido de profundizar en las libertades civiles y en los derechos humanos, y que podrá aportar una valiosa contribución a la recuperación de la Justicia Universal (de la que también es partidaria la nueva ministra de Justicia, la fiscal Dolores Delgado) y a la derogación o rectificación de la ley de Seguridad Ciudadana, que había lesionado seriamente la libertad de expresión.
Ahora falta situar estos nombres en el contexto de sus programas políticos, pero es pronto para semejante empeño. Los mimbres son de buena calidad, y ahora urge construir con ellos el edificio de una rápida recuperación del aliento modernizador y progresista que se había eclipsado con la crisis y los consiguientes vientos conservadores. Con la garantía de la ortodoxia europea y del constitucionalismo insobornable pero dialogante flexible, es hora de que el nuevo gobierno se ponga a trabajar.