• 'No deberíamos perder la memoria del pasado para no repetir errores y aprovechar las lecciones de la historia'
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Hoy se cumplen cuarenta años de la desaparición biológica del dictador, que falleció después de un largo proceso de decadencia física que volvió previsible desde bastantes meses atrás aquel desenlace luctuoso. Se cumplía así la ensoñación de muchos, que habían aguardado aquella fecha con morbosa y explicable delectación, y la pesadilla de otros, que veían amenazado su statu quo en un régimen que les había dado cobijo y oportunidades. Un régimen establecido sobre la sangrienta dicotomía entre vencedores y vencidos.

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En realidad, aquel hito histórico liberador suscitaba un temible salto en el vacío. Salvo un grupo de fanáticos incondicionales del sistema, aun sus partidarios eran conscientes de que las previsiones autoritarias –“después de Franco, las instituciones”, se decía con voluntarismo- no podrían cumplirse porque la sociedad, aunque de forma difusa todavía, reclamaba con convicción un cambio radical que nos aproximara a los estándares europeos. Y los opositores al franquismo pretendían, como parecía natural, una ruptura, un cambio súbito, pacífico pero revolucionario, que permitiera construir desde cero una democracia semejante a las de alrededor.

La transición fue, en definitiva, un derroche de generosidad muy fecundo que ha permitido a este país quemar etapas, superar el agujero negro de la dictadura y ofrecer a las generaciones emergentes un terreno de juego europeo

El riesgo era, por lo tanto, que aquellas dos posiciones chocaran frontalmente, entraran en insoluble conflicto. Con persistencia, se invocó en tono disuasorio el fantasma de la guerra civil, que todos los actores querían evitar, y se consiguió eludir el fantasma de la súbita ‘vuelta de la tortilla’, el peligro de una ruptura traumática, gracias a un colosal derroche de patriotismo por todas las partes. La transición, concebida de arriba abajo –el Rey, Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez la proyectaron-, encontró la debida racionalidad de quienes debían repartirse los roles y fue recibida con esperanza por unas muchedumbres que disfrutaban de la libertad recién descubierta.

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Curiosamente, las Cortes franquistas, que se negaron en redondo a desarrollar la levísima apertura política que proponía en abril de 1976 el entonces presidente Arias Navarro –el llamado “espíritu del doce de febrero”, que abogaba por permitir unas asociaciones políticas adictas al régimen-, aceptaban en noviembre la ley para la Reforma Política que les presentó Adolfo Suarez, y que suponía para ellas el ‘harakiri’ ya que representaba su disolución para dar paso a un parlamento partitocrático elegido por sufragio universal. En diciembre se refrendaba mediante referéndum aquella reforma y en junio de 1977 se celebraban las primeras elecciones, que fueron constituyentes y dieron lugar a la magnífica Carta Magna de 1978, fruto de un espléndido consenso.

Aquel proceso, que supuso la superación definitiva de la guerra civil sin desquites violentos, causó admiración en todo el mundo y se convirtió en un ejemplo metodológico citado en todas las ulteriores transiciones. Permitió una reconciliación real de las diversas familias políticas y la puesta en pie de un proyecto nacional muy bien acordado que hizo de este país, que en 1977 estaba más cerca de África que de Europa, uno de los más avanzados del mundo en unos pocos lustros. Si se exceptúan ciertas resistencias presentadas por el sector más ultra del Ejército, que eclosionaron en la cuartelada del 23F, el único obstáculo serio –y sanguinario hasta el delirio- a aquel magnánimo proceso fue el que representó ETA, decidida torpedearlo a cualquier precio.

La transición fue, en definitiva, un derroche de generosidad muy fecundo que ha permitido a este país quemar etapas, superar el agujero negro de la dictadura y ofrecer a las generaciones emergentes un terreno de juego europeo y civilizado. No deberíamos perder la memoria del pasado para no repetir errores y aprovechar las lecciones de la historia.

Antonio Papell

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