El vuelco político registrado ayer en el ámbito municipal español demuestra que el PP no ha sido capaz de administrar el gran depósito de confianza que recibió hace cuatro años, cuando este país se hallaba al borde del abismo de una gran crisis económica mundial que nos golpeaba durísimamente. En las elecciones autonómicas y locales de 2012, la formación encabezada por Mariano Rajoy consiguió el mayor acervo de poder local que jamás había logrado partido alguno en toda la democracia.
Los efectos sociales de la crisis han sido devastadores, tanto por la colosal adversidad como por las terapias utilizadas, en muchos casos aplicadas con franca insensibilidad. Manifiestamente, tolerar desahucios de primeras viviendas familiares en un país en que el sistema financiero ha tenido que ser ayudado con más de 50.000 millones de euros de dinero público ha sido un error inaceptable que ahora paga el PP. Y el PSOE, que tampoco supo reaccionar a tiempo.
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El otro gran elemento destructivo del crédito de los partidos tradicionales ha sido la corrupción, especialmente hiriente en un período en que grandes sectores sociales tenían problemas para procurarse su propia subsistencia. Los escándalos del PP han sido de una intensidad sobrecogedora pero el PSOE, hegemónico en Andalucía, tampoco ha podido exhibir carta de integridad en este penoso asunto.
A consecuencia de todo ello, PP y PSOE –que conservan la dos primeras plazas en el ranking electoral- han quedado en manos de las nuevas fuerzas emergentes, formadas por ciudadanos airados que ha estallado con comprensible irritación ante la insolvencia y la deshonestidad de las grandes fuerzas. Ciudadanos y Podemos no han ganado las elecciones pero han impuesto un severo correctivo al establishment y han tomado la iniciativa en las grandes ciudades. No es una revolución pero sí una rebelión en toda regla que supone una severa advertencia. No van a quebrarse las estructuras del sistema pero sí se han terminado los abusos que han orillado el interés general. Presumiblemente, no ha concluido el desarrollo urbanístico de las grandes urbes pero ya no habrá más “pelotazos” de esos que han enriquecido hasta la náusea a unos cuantos mientras se empobrecía de forma inmisericorde a la comunidad.
No es una revolución pero sí una rebelión en toda regla que supone una severa advertencia
Ha habido, en fin, una renovación. No generacional, porque no hacía falta, pero sí moral. Algunos de los nuevos líderes representan una integridad ética que se había perdido en un escenario político en que determinadas ambiciones habían rebasado los límites admisibles de la decencia. Naturalmente, en el totum revolutum que llega al poder habrá de todo, como en botica, pero la sensación genera lo ocurrido es que se acaba de dar un serio aldabonazo a la conciencia colectiva. Que se ha gritado un ‘basta ya’ que no tiene retorno.
Y las próximas elecciones generales arrojarán un resultado que dependerá de cómo este país haya digerido el cambio que acaba de experimentar.
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