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Foto de archivo del Valle de los CaídosARCHIVO

Pocos acontecimientos históricos como nuestra Guerra Civil 1936-1939 han tenido tanta influencia en la posteridad. Ochenta y dos años después de su desencadenamiento, aquel dramático episodio, de un cainismo extremo que arroja dudas sobre la catadura moral de todo un pueblo capaz de semejante suicidio colectivo, aún resuenan sus ecos como si las hostilidades hubieran acabado ayer mismo y aún quedaran muchos episodios que vindicar.

Algunas heridas sólo se cerrarán cuando los ajusticiados de las cunetas de este país encuentren definitivamente la paz

La Guerra Civil fue de una crueldad inconcebible. Según conclusiones definitivas -expuestas en la obra "Víctimas de la guerra civil", coordinada por Santos Juliá, con Josep M. Solé, Joan Vilarroya, Francisco Moreno y Julián Casanova (Editorial Temas de Hoy)-, murieron unas 600.000 personas en la contienda, pero la represión durante y después del conflicto fue aun más abominable: en la zona nacional cayeron 100.000 personas asesinadas; en la republicana, 60.000, entre ellos 7.000 religiosos. Pero lo gravísimo es que, a partir de 1939, una vez resuelta la contienda con la victoria de los ‘nacionales’ de Franco, el nuevo régimen, amparado pretendidamente por una serie de valores trascedentes y tras haber prometido que quien no se hubiera manchado las manos de sangre no tendría nada que temer, encarceló a 270.000 personas y fusiló a 50.000. Otras 4.000 al menos murieron de hambre y frío en las prisiones. No es exagerado calificar de genocidio este exterminio sistemático y multitudinario de los vencidos tras la contienda.

Porque resulta sencillamente obsceno que, tras una guerra fratricida, cuando llega la hora de la generosidad y la magnanimidad, el bando vencedor lleve a cabo una ‘limpieza’ sanguinaria contra miles de compatriotas, que son fusilados al amanecer y enterrados en fosas comunes. Se están excavando estos días -por poner un ejemplo a mano- diversas fosas de Paterna, donde entre 1939 y 1940 fueron asesinadas unas 2.200 personas junto a las tapias del cementerio. La premiosidad en cerrar este brutal capítulo -todavía falta encontrar algunos restos de gran simbolismo, como los de Federico García Lorca- mantiene abiertas algunas heridas que sólo se cerrarán cuando los ajusticiados de las cunetas de este país encuentren definitivamente la paz. La versión global de aquel conflicto, la Segunda Guerra Mundial, se saldó con unas docenas de penas de muerte y su memoria está ya por completo en las alacenas de la historia. No en carnazón como aquí.

En este contexto, es sencillamente inaceptable que, ochenta años después del final de aquella monstruosa Guerra Civil, se mantenga en los alrededores de Madrid un fastuoso y horrendo monumento a la Victoria del dictador, con un túmulo que alberga sus restos y los del ideólogo del régimen, adonde acuden en peregrinación ciertos nostálgicos -bien pocos, obviamente-, algunos curiosos... y muchos turistas, perplejos ante el espectáculo kitsch del Valle de los Caídos. Resulta además inconcebible que la Iglesia católica dé cobijo y protección a esta representación inmoral de la tiranía.

A estas alturas, los demócratas ya hemos archivado la ira, aunque nos sorprenda comprobar que en el Ejército español de esos cuarenta años de democracia han abundado los admiradores del fascismo, de la intolerancia y de la más insoportable intransigencia. Pero no podemos consentir ni un minuto más que, mientras prosigue la lenta exhumación de los fusilados, mientras este país alardea con razón de modernidad y de progreso, se mantenga este siniestro túmulo. Es como si en las afueras de Berlín pudiera visitarse libremente el sepulcro de Hitler, erigido sobre un megalómano pastiche del arquitecto Speer.

Lo de menos es cómo se corrija este horrísono anacronismo. Algunos no creemos en absoluto que aquella cripta, excavada por presos políticos -aquellos sí lo fueron sin duda- pueda convertirse por arte de birlibirloque, con apenas algunas leves reformas, en un monumento la reconciliación. De hecho, el conjunto es una reproducción a escala del maniqueísmo retórico y deísta de todas las dictaduras. Pero hágase lo que se haga con el pudridero de Cuelgamuros, la exhumación del dictador nos librará de un fantasma que todavía hoy está en las guías turísticas de nuestro país. Los indicadores de las carreteras de las proximidades de aquellos enterramientos señalan “Valle de los Caídos-El Escorial”, en un binomio que seguramente removerá de su tumba a Felipe II. La huella de nuestro gran fracaso histórico, la sombra de nuestros muertos, el rastro de la más inicua Guerra Civil, no puede seguir siendo un objetivo turístico, un lugar donde retoza la imaginación de unos extranjeros que no pueden entender la brutal paradoja que ya hemos consentido demasiado tiempo”.

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