- Por su parte, Las tesis de Urkullu son 'blandas' y no perturban las relaciones políticas porque Euskadi hace tiempo que no plantea la independencia, ni social ni institucionalmente
La realidad catalana discurre de delirio en delirio, como un juego de niños. Mientras la CUP entretiene su ocio quemando/rompiendo retratos del Rey, que debe ser un moderno deporte identitario para desocupados sin argumentos, los antiguos convergentes, que no han atinado ni a darse un nuevo nombre manejable, intentan en el Congreso crear una subcomisión para negociar con el Estado nada menos que un referéndum de autodeterminación. Y mientras Puigdemont anuncia que no irá a la Conferencia de Presidentes, el líder de ERC y consejero de Economía, Junqueras, dice que él estará allá donde sea posible arrancar un solo euro para Cataluña. Y como respuesta a un nuevo auto del Tribunal Constitucional que frena jurídicamente el proceso soberanista, Artur Mas reclama que Rajoy declare como testigo en el juicio por el 9-N… Todo es un gran despropósito que llenaría de perplejidad a cualquiera que se asomase al balcón para contemplar el panorama de la deriva catalana…
Este delirio contrasta con la razonabilidad del PNV, admirado en secreto por una parte de la antigua CDC. Concretamente, Urkullu fijaba posiciones a principios de mes en unas declaraciones realizadas el día 4 a la prensa madrileña en las que, en síntesis, defendía dos ideas fuerza. Por un lado, declaraba que “la Constitución española diferencia nacionalidades y regiones. Nacionalidad es nación. Consideramos que el Estado español es plurinacional”. Y por otro, afirmaba que “el concepto de independencia es del sigo XIX […] En un mundo globalizado, la independencia es prácticamente imposible”. Y acto seguido recurría al concepto de ‘soberanía compartida’ para respaldar su demanda de más autogobierno para Euskadi.
Las tesis de Urkullu son ‘blandas’ y no perturban las relaciones políticas porque Euskadi hace tiempo que no plantea la independencia, ni social ni institucionalmente (el euskobarómetro acredita que la demanda independentista desciende paulatinamente), ni piensa plantear por tanto la cuestión de la autodeterminación. De hecho, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, está negociando personalmente con el PNV los presupuestos del Estado en un tono de complicidad y corrección. En cambio, en Cataluña las palabras parecen estar envenenadas y emponzoñan todo lo que tocan. Como si la polisémica palabra ‘nación’ se volviera vitriólica al aterrizar en el Principado.
En Cataluña, se superponen dos demandas evidentes: una funcional, de mejor financiación y más autonomía política en un sentido federal: los catalanes preferirían gestionar su propia hacienda mediante un pacto fiscal semejante al que la Constitución concede a los territorios forales. Un pacto fiscal al que por cierto renunciaron los nacionalistas en 1978, cuando pudieron obtenerlo (Pujol lo explica confusamente en sus memorias).
Euskadi y Cataluña son, por historia, por temperamento y por convicción profunda, muy distintas, pero coinciden en la voluntad de singularizar una identidad y una cultura
La otra demanda es claramente política: Cataluña, como Euskadi, reclama el reconocimiento como nación. Sin agresividad, en el sentido en que lo mostraba Patxo Unzueta hace algún tiempo citando a Michael Ignatieff —conocido escritor y académico canadiense especialista en conflictos étnicos, pasado luego a la política aplicada como dirigente del Partido Liberal—, que fue preguntado en 2006 sobre si pensaba que Québec era una nación. En unas memorias de su paso por la política publicadas en 2014, el canadiense recuerda que su respuesta fue “por supuesto”, dando por hecho que ello no significaba reconocer un derecho a separarse de Canadá dado que “varias naciones pueden compartir el mismo Estado”. Hay unas 3.000 lenguas y culturas en los poco más de 200 Estados representados en la ONU. Ser una nación no implica ser independiente. Urkullu ya lo ha interiorizado. Muchos catalanes, también.
Las dos demandas citadas de Cataluña pueden otorgarse mediante una reforma constitucional, que por definición ha de ser consensuada y multilateral. Bien ‘federalizando’ la Carta Magna, o, más sencillamente, a través de una nueva disposición adicional que reconozca los derechos históricos de Cataluña, como hace la primera disposición adicional con los territorios forales.
Semejantes avances no convencerán al independentismo irreductible –el de ERC y la CUP— pero sí satisfarán a los moderados y, en general, a la sociedad catalana, que no quiere decantarse por ninguna de las opciones de la disyuntiva independentista por la sencilla razón de que dos tercios de la ciudadanía se siente cómoda siendo a la vez española y catalana.
Euskadi y Cataluña son, por historia, por temperamento y por convicción profunda, muy distintas, pero coinciden en la voluntad de singularizar una identidad y una cultura. Y no se ven las razones que pueda haber para impedirlo, al margen de las puramente procesales. Porque el riesgo que hoy existe en Cataluña es el de que, después de tan obstinada hostilidad, no sea posible recuperar el trato humano, la conversación política que las partes han de establecer para entenderse. La mejor manera de lograrlo es practicando, y quizá recurriendo a las voces más sensatas, caracterizadas y prestigiosas de Cataluña –Miguel Roca, Antón Costas, Josep Borrell, Josep Piqué, etc.— que podrían allanar el colosal desentendimiento.