- La Justicia está respondiendo al reto de la lucha anticorrupción, gracias, sobre todo, a la integridad insobornable de sus propios actores
- Pero los jueces no se atreven a decir en voz alta que el responsable de un cohecho es el ministro y no el oficinista
- En estas circunstancias, la conclusión a la que llega la ciudadanía es poco dudosa
La corrupción, que asomó por primera vez en la fase final del periodo de Felipe González, no fue suficientemtene combatida ni mucho menos extirpada entonces, y ha regresado con fuerza a acompañar la gran crisis económica. Ello ha producido una mayor irritación y ha generado una condena más intensa, si cabe, porque las noticias del brutal latrocinio cometido por buena parte del establishment nos han llegado al mismo tiempo que las referencias dramáticas de la propia crisis, en forma de desempleo, precariedad y descenso flagrante del nivel de vida. Frente al surgimiento desaforado de los episodios de corrupción, la justicia y la política han reaccionado de distinta manera.
La Justicia está respondiendo al reto de la lucha anticorrupción, gracias, sobre todo, a la integridad insobornable de sus propios actores
Con paso parsimonioso pero firme, el sistema judicial está avanzando en la depuración de la corrupción que ha asolado la credibilidad de la política de este país en la segunda mitad de la etapa democrática, en que se ha producido un sorprendente declive ético de proporciones descomunales. Algunos procesos resonantes, como el del ‘caso Nóos’, que en realidad afectaban a toda una institución clave del entramado constitucional como es la Corona, ya han concluido, y, a falta de que se resuelvan los recursos, han devuelto al panorama de lo público una cierta sensación de estabilidad y razonabilidad. Algunos de los escándalos valencianos más aparatosos, una parte de ‘caso Gürtel’, el caso de las ‘tarjetas black’ en Caja Madrid, los procedimientos concernientes a las crisis fraudulentas de algunas cajas, etc., se han resuelto con condenas significativas que han llevado a los principales cabecillas a la cárcel, o les han dejado en capilla de entrar en prisión en cuanto se confirmen las sanciones. Otros procedimientos están en proceso, como el ‘caso Palau’ en Cataluña o los varios de financiación ilegal del PP en Madrid, y los restantes figuran ya en las agendas futuras de los tribunales.
En líneas generales, y a pesar de la contaminación política que provoca la interpretación sesgada que hace la clase política del espíritu constitucional en la designación de los órganos institucionales, la Justicia está respondiendo al reto de la lucha anticorrupción, gracias, sobre todo, a la integridad insobornable de sus propios actores. Este comportamiento cabal facilita la depuración general y la general catarsis que necesita el país, aunque se observen dos serias carencias reseñables en el salvamento de la ética pública que ha de tener lugar.
ALGUNAS CARENCIAS
Los jueces no se atreven a decir en voz alta que el responsable de un cohecho es el ministro y no el oficinista
Primeramente, se advierte una malsana resignación en el aparato judicial a la hora de depurar las responsabilidades intelectuales últimas, más allá de las objetivas y materiales. Perseguir sólo al tesorero de un partido por corrupción es mutilar a medio camino el sentido de la justicia, faltar a las reglas del sentido común y decretar una impunidad que sienta precedente, desmoraliza a los administrados y desacredita el sistema. Y, sin embargo, los jueces no se atreven a decir en voz alta que el responsable de un cohecho es el ministro y no el oficinista.
En segundo lugar, se percibe una reacción poco decente de las formaciones políticas ante la gradual exigencia de responsabilidades jurídicas, que confirman las peores versiones de lo sucedido. El PP, que está en el centro de la mayoría de los casos y que ha mantenido el poder en el Estado gracias a un pacto con Ciudadanos que incluía un drástico acuerdo contra la corrupción, remolonea ahora en Murcia y se niega a la dimisión del presidente regional, investigado por diversos delitos económicos; y se evade del compromiso de someterse de buen grado a una comisión parlamentaria de investigación en el Congreso de los Diputados sobre su propia financiación irregular, condición asumida solemnemente como requisito sine qua non del sí de Ciudadanos a la investidura de Mariano Rajoy.
En estas circunstancias, la conclusión a la que llega la ciudadanía es poco dudosa: todos sabemos que el régimen tiene capacidad de regeneración y depuración, gracias sobre todo al poder judicial, que persigue las infracciones flagrantes con cierta eficacia; pero la clase política no siente contrición alguna ni está dispuesta a pedir disculpas y a hacer promesa de no incurrir nunca más en los pecados del pasado. La postura evasiva del PP en el conjunto del Estado y de CDC en Cataluña confirma lo que la mayoría sospechábamos: que la única manera de garantizar que los políticos no meterán la mano en la caja y no dejarán que otros lo hagan es teniéndoles bajo escrupulosa vigilancia. De nada sirgen los códigos de conducta, las reconvenciones morales, las invocaciones éticas: la supervisión estricta y el control de todas las actuaciones del poder son los únicos antídotos útiles contra el veneno de la corrupción.