- Cada vez está más claro que el populismo no es una planta que crezca espontáneamente en nuestras sociedades
La globalización, que es fruto maduro de las nuevas TICS (tecnologías de la información y la comunicación), ha permitido estadios sin precedentes del desarrollo planetario, que está teniendo lugar a un ritmo sostenido y prometedor. Pero cada vez es más claro que la defensa de la globalización requiere adoptar medidas para combatir la desigualdad y mantenerla en límites ética y socialmente aceptables.
El catedrático y presidente del Círculo de Economía Antón Costas ha resumido magníficamente lo sucedido: “Se acabó el desconcierto –ha escrito en un artículo este fin de semana-. Después del Brexit y del triunfo de Trump el consenso es ahora general: detrás de esas convulsiones está la ira social provocada por la desigualdad”. Y esta desigualdad no es el resultado de la crisis financiera y económica sino “el fruto amargo de dos décadas de una globalización financiera sin control y de una apertura comercial sin compensaciones para los perdedores. Una globalización que sin embargo vino acompañada de un discurso cosmopolita que vendió como dogma que los beneficios de la globalización acabarían llegado a todos”.
Cada vez está más claro que el populismo no es una planta que crezca espontáneamente en nuestras sociedades
Era, en fin, la teoría del rebose: se producirían deslocalizaciones, se generarían grandes desiertos industriales, se perderían prerrogativas sociales en aras de la competencia pero, al fin, el beneficio sería tan cuantioso que llegaría a todo el mundo. Pero no ha sido así: la globalización no ha sido neutral y ha habido, claramente, ganadores y perdedores. Regiones enteras y grandes estratos sociales han entrado en quiebra directa por el abatimiento sin control de las fronteras comerciales. Y esas víctimas reclaman una compensación y un régimen más justo parta el futuro.
No deja de ser una amarga ironía que el único en los últimos tiempos que, además de constatar esta evidencia, la ha defendido electoralmente, ha sido Donald Trump, enemigo de los tratados de libre comercio que sin duda arrojan un beneficio global pero que no tienen en cuenta la microeconomía, los efectos perturbadores sobre personas concretas de zonas determinadas. Trump se ha dirigido al trabajador perjudicado por la globalización, al empleado que ha perdido el salario y las prerrogativas anteriores al gran cambio, y su apelación ha tenido éxito. Nadie debería extrañarse.
En definitiva, cada vez está más claro que el populismo no es una planta que crezca espontáneamente en nuestras sociedades sino el fruto de los errores de planteamiento de los viejos demócratas, que han sido incapaces de medir las consecuencias de sus propias decisiones.
La solución la sugiere también Antón Costas: “combinar una razonable globalización con un nuevo contrato social que compense a los perdedores y reparta mejor los beneficios del crecimiento”. El problema, añade, es que hoy por hoy esta opción no tiene traducción en el mapa de partidos: “requiere la construcción del centro político”. A ello deberíamos ponernos todos, si queremos salir de la actual encrucijada.