- La rentabilidad económica, puramente material, es dudosa
Se acaban de cumplir 25 años de la puesta en marcha comercial del primer AVE entre Madrid y Sevilla, con ocasión de la Exposición Universal de Sevilla de 1992. Los ‘jóvenes nacionalistas’ que habían ganado las elecciones en 1982 estaban empeñados en la modernización del país en el más amplio de los sentidos, y aquel año de la Expo y los Juegos Olímpicos de Barcelona fue la apoteosis de los tiempos nuevos. El socialismo que había refundado el PSOE en Suresnes era mayoritariamente andaluz, por lo que parecía lógico que la primera piedra de la alta velocidad, el símbolo del progreso, se pusiera precisamente en Andalucía (a pesar de las fuertes presiones de Cataluña para que el primer AVE fuera el Madrid-Barcelona). Era un gesto de claro significado progresista, de preocupación por el desarrollo Norte-Sur, que fue objeto de clamorosas críticas por parte de la derecha patria.
Francia había estrenado en septiembre de 1981 el TGV Madrid-Lyon y la llegada al poder del PSOE relanzó una idea que los sucesivos gobiernos anteriores habían acariciado ya. El ministro de Transportes Enrique Barón apostó por ahorrar costes improductivos y por cerrar líneas deficitarias, y encargó un Plan de Transporte Ferroviario (PTF), que fue aprobado finalmente en 1987 por su sucesor, Abel Caballero. Aquel Plan contemplaba conectar mediante alta velocidad la capital española con Barcelona y Sevilla, a sabiendas de que dichas ciudades albergarían en el mismo año los Juegos Olímpicos y la Expo. A Caballero le sustituyó José Barrionuevo, con quien se empezó a construir la línea a Andalucía siguiendo lo dictado en el PTF.
La inauguración del AVE a Sevilla fue apoteósica, y la sociedad de este país tomó conciencia de que algo había cambiado realmente con la eclosión democrática. La tecnología y las infraestructuras acababan de dar un salto cualitativo muy notable, habían saltado de nivel.
La rentabilidad social, que debe mensurarse en términos más políticos que económicos, es indiscutible
Después de una década de impasse, el AVE se retomó y hoy están en servicio 3.240 kilómetros, además de otros 1.500 en construcción en diferentes fases. La alta velocidad se ha convertido en la conexión preferente con el resto del Estado, y es por lo tanto lógico que en todas las comunidades autónomas peninsulares exista la aspiración unánime de contar con él… con independencia de las razones de rentabilidad, que ceden a la hora del planeamiento para no interferir con la voluntad popular… ni con las campañas electorales.
La rentabilidad económica, puramente material, del AVE es dudosa. Fedea, que ha estudiado a fondo el asunto, la niega; en un informe muy divulgado, llega a la conclusión de que en tres corredores –Madrid-Andalucía; Madrid-Levante; Madrid-Norte— los ingresos de explotación cubren los costes variables, pero sólo en el cuarto corredor, el Madrid-Barcelona, puede hablarse de recuperar el gasto en infraestructuras. A este cómputo habría que añadir a efectos de cálculo los beneficios indirectos que ha proporcionado el AVE en términos de ordenación del territorio y cohesión social. E incluso la capacidad exportadora que ha proporcionado al país la exhibición (y exportación) de estos alardes tecnológicos. Para entendernos, las empresas españolas no estarían construyendo trenes de alta velocidad en todo el mundo si España no hubiera tomado la iniciativa.
Con todo, la rentabilidad social, que debe mensurarse en términos más políticos que económicos, es indiscutible. Este país no sería lo que es sin el AVE, que además de un gran medio de transporte es un icono, un símbolo que nos complace a la inmensa mayoría y que nos ilustra subconscientemente sobre la envergadura de la tarea común que nos hemos marcado. El acortamiento de distancias entre el centro y la periferia, en un país históricamente centralizado (y con serias dificultades de transportes por la quebrada orografía), ha sido un indudable factor de integración, que ha potenciado además hasta extremos inauditos el turismo, tanto interior como sobre todo exterior.
En definitiva, el AVE sí fue una buena idea, que terminó de borrar la huella del subdesarrollo que nos había postrado durante demasiados siglos, en los que África empezaba en los Pirineos.
Antonio Papell