En estos tres años, don Felipe ha normalizado atinadamente la Institución Monárquica
El martes, día 20, se cumplieron tres años de la proclamación de Felipe VI tras la abdicación de don Juan Carlos el día 2 de junio. El gesto de don Juan Carlos fue un inteligente favor a la Institución Monárquica, claramente debilitada por las vicisitudes personales del monarca y por la confluencia de un embarazoso caso de corrupción relacionado con su yerno, Iñaki Urdangarín.
El tiempo pasa rápido, y felizmente el heredero, Felipe VI, consiguió restaurar rápidamente el crédito de la institución de la jefatura del Estado, a la que desprendió de las últimas adherencias cortesanas hasta convertirla en una herramienta institucional valiosa para cumplir el cometido que la Constitución le confiere. Los estudios demoscópicos del CIS acreditan que la Corona, que fue la institución mejor valorada durante las primeras décadas da la Transición, ha recuperado después de una crisis el crédito perdido.
Felipe VI consiguió restaurar rápidamente el crédito de la institución de la jefatura del Estado
Y, significativamente, este pasado fin de semana el Congreso del PSOE registró un revelador incidente: la mayoría del partido aglutinada por Pedro Sánchez logró eludir una propuesta de las Juventudes Socialistas que reclamaba una reforma constitucional para instaurar la República. Finalmente, tras una larga y tensa negociación, se aprobó una enmienda que dice textualmente que "el PSOE tiene su propia concepción sobre el modelo de Estado y la forma de gobierno hacia la que quiere avanzar fortaleciendo los valores republicanos y promoviendo un modelo federal".
No es extraña la pretensión de las Juventudes Socialistas tras la irrupción reciente de un populismo que cuestiona el régimen vigente con peregrinos argumentos. En concreto, los inductores del 15M y muy poco después los promotores de Podemos han difundido la especie de que el régimen del 78 no fue impulsado por las últimas generaciones emergentes, por lo que habría quedado viejo y debería ser reemplazado por otro. La tesis es absurda por la misma razón de que a nadie en su sano juicio se le ocurriría decir que el sistema político alemán o británico es obsoleto porque ya no viven quienes lo fundaron, el uno en 1945, el otro en el siglo XVII nada menos. Las Constituciones democráticas deben ser reformadas, actualizadas, pero no sustituidas ni desechadas… Con todo, es evidente que la persistencia de un abstracto instinto republicano proviene de esta forma de razonar: lo moderno, lo progresista, sería traer la República…
Y sin embargo, aunque parezca una paradoja, se pueden alentar valores republicanos sin instaurar una República. Esto es lo que hizo precisamente la Constitución de 1978, que plasmó pacíficamente la gran revolución burguesa de este país, que no fue realizada a su debido tiempo. Y hoy, la verdadera modernidad no consiste en repudiar la Transición y su más preciado fruto, la Carta Magna, sino en perfeccionarla, poniendo al día una Constitución inacabada en su Título VIII, consolidando un modelo territorial federal y definitivo y actualizando aquellos aspectos que lo requieren por simples razones de obsolescencia natural. En este sentido, la forma de Estado es irrelevante: la inmensa mayoría de los demócratas preferiríamos una monarquía como la noruega a una república como la norcoreana, aunque también preferiríamos una república como la francesa a una monarquía como la marroquí. Estos argumentos habrán sido, seguramente, los que ha utilizado Sánchez para disuadir a sus cachorros.
Los países maduros como el español se caracterizan por recurrir al reformismo para evolucionar
En estos tres años, don Felipe ha normalizado atinadamente la Institución Monárquica, que llegó a tambalearse peligrosamente en la etapa final de don Juan Carlos. La atinada gestión –con sobria discreción, sin la menor imprudencia- de la crisis de estabilidad de casi un año ulterior a las elecciones de 2015 reubicó la Corona en el vértice constitucional y ha restaurado el crédito de una entidad sumamente delicada puesto que vive de lo simbólico más que de lo material. En cualquier caso, superado el bache, hoy la jefatura del Estado desempeña con normalidad una febril actividad social y cultural que está en la esencia de su papel, al tiempo que reanuda con creciente eficacia la función diplomática, que tan útil ha sido y sigue siendo para establecer relaciones y abrir mercados en un mundo cada vez más interdependiente y globalizado.
Los países maduros como el español se caracterizan por recurrir al reformismo para evolucionar. Cualquier brusquedad institucional que genere incertidumbre o inseguridad jurídica ha de ser descartada de antemano. En este sentido, las viejas monarquías como la británica o la sueca están fuera del debate, una vez que la sociedad se ha convencido de su papel estabilizador, de su función identitaria y vinculante. Por ello es importante incluirlas en la zona de consenso que ya no vale la pena discutir porque los problemas reales son otros. En nuestro país, además del problema territorial que nos obliga a una costosa ‘conllevancia’ desde hace demasiado tiempo, hay problemas de estructura social, de inequidad excesiva, de falta de oportunidades, que deben enfrentarse con urgencia. No tendría por tanto sentido pensar en un cambio de régimen cuando lo que ha de hacerse es perfeccionar el actual para que todos nos beneficiemos de él, sin bolsas de pobreza o de marginación.
En los años setenta, este país realizó una costosa puesta al día que los Estados Unidos habían efectuado a finales del siglo XVIII y que toda Europa consolidó en los años cuarenta del pasado siglo, al término de la Segunda Guerra Mundial. Lo lógico es perfeccionar nuestra gran obra, en cierto modo inconclusa todavía, y no desecharla ni despreciarla tras dudosos análisis apresurados.