Francia se ha dotado de un presidente europeísta, democrático, culto, preparado e impecablemente liberal
La causa de la plena Unión Europea, inscrita en una globalización galopante que hay que embridar pero no combatir, acaba de recibir dos fuertes golpes que la han dejado tambaleante. El ‘Brexit’ y la elección de Trump, fenómenos decisivos en el mundo anglosajón que han suscitado una conmoción planetaria, han marcado la pauta de un ascenso insoportable de los populismos y un reflujo de la racionalidad democrática y liberal.
El tercer episodio en que Europa se jugaba claramente su futuro era las elecciones presidenciales francesas, tras un quinquenio de decadencia y desánimo en el país vecino, cada vez más endeudado y arcaico, y afectado por la presión de una extrema derecha que se aprovecha del adelgazamiento de las clases medias para invocar una vuelta al pasado, al proteccionismo, al franco y hasta a la autarquía.
Si el populismo hubiera ganado esta vez la partida -la extrema derecha de Le Pen o la extrema izquierda de Mélenchon, ambas formaciones con sospechosas coincidencias programáticas-, la UE no hubiera soportado el nuevo descalabro. Felizmente, aunque ambas formaciones y sus adherentes llegaron en la primera vuelta a convertirse en amenaza objetiva, los franceses han entronizado al moderado Macron con un apreciable apoyo, que deja abiertas todas las opciones (sobre todo si Macron consigue que el respaldo logrado cristalice también en la Asamblea Francesa dentro de un mes). Hemos sorteado las procelas y las borrascas y Francia se ha dotado de un presidente europeísta, democrático, culto, preparado, impecablemente liberal. Pero el apoyo otorgado por la sociedad francesa a este mirlo blanco no es incondicional: lo ha prestado a cambio de que Macron cumpla su palabra de rescatar a las clases medias, reducir el desempleo, impulsar el crecimiento, modernizar el Estado, fortalecer y racionalizar la UE, generar los lazos internos de solidaridad continental que vinculen las instituciones europeas a la ciudadanía. Si fracasase tal designio, el populismo terminaría ganando la partida dentro de cinco años. Que nadie lo dude.
Los viejos partidos han muerto pero algo debe sustituirlos para conferir organización a las fuerzas parlamentarias
Los dos elementos más significativos de las elecciones francesas que finalmente han arrojado la victoria de Macron con un 66,06% de los votos, un resultado que salva momentáneamente la Unión Europea, son, en primer lugar, el fracaso por consunción de la vieja política tradicional, y en segundo, la constatación de una peligrosa decadencia de las clases medias, fenómeno que va acompañado por la irritación más exacerbada de quienes son supervivientes en precario de aquella posición en reflujo y de los que ya han decaído irremisiblemente en el proletariado. El propio Macron ha dedicado sus primeras palabras tras la victoria a restañar ta les heridas y a prometer medidas a quienes han optado en su desesperación por arrojarse al precipicio de la extrema derecha.
En lo tocante al fracaso de las opciones clásicas, es reseñable el hecho de que ya en la primera vuelta de las presidenciales los dos grandes partidos populistas y antisistema sumaron el 40,88% de los votos (21,30% Le Pen, 18,58% Mélenchon), que llegaba a ser más del 45% del voto si se sumaba a esta amalgama el sexto clasificado, el gaullista antieuropeo Nicolas Dupont-Aignan, que alcanzó el 4,8% (1,7 millones de votos). De donde se desprende que la victoria de Macron debe situarse en este contexto expresivo: frente a él, el euroescepticismo alcanza al menos la mencionada proporción del 45%, aunque una parte de él no haya querido arrojarse en brazos del neofascismo.
En cualquier caso, Macron reinará sobre un panorama políticamente desolado, en el que los grandes partidos tradicionales de centro-derecha y centro-izquierda han sido prácticamente laminados. Además, el próximo presidente de Francia no tiene partido político, y sin embargo deberá conseguir el mejor resultado posible en las elecciones parlamentarias que se celebrarán dentro de un mes si no quiere padecer una especie de tercera cohabitación (Mitterrand ya tuvo que gobernar con un parlamento conservador y Giscard con otro progresista). Los viejos partidos han muerto pero algo debe sustituirlos para conferir organización a las fuerzas parlamentarias. Algo basado en las redes digitales de solidaridad, ya que Macron seguramente no hubiese conseguido consumar su proeza si no hubiera podido contar con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, las TICs.
Francia creció un 1,1% y sólo lleva dos años por encima del 1%, el paro es del 9,8% y su deuda se aproxima al 100% del PIB
La segunda cuestión, la desaparición física de la clase media según la vieja concepción anterior a la crisis, es el fruto de una atonía económica que proviene de una inacción incomprensible en el último quinquenio. Desde hace años, Francia no se sitúa por encima de los indicadores promedio de la Eurozona, como era habitual: no crece -en 2016 creció el 1,1% y sólo lleva dos años por encima del 1%-; el paro, del 9,8%, no es excesivo pero está por encima del 8% que es la media de los países del euro; la deuda se aproxima al 100% del PIB. Es muy conocido el diagnóstico del ensayista Nicolas Baverez, quien publicó en 2002 “Francia en declive” y efectuó entonces una propuesta de “una modernización alternativa” basada en reformas sucesivas que nunca se ha llevado a cabo. La deriva ha provocado una gran fractura entre la Francia rural, feudo de la extrema derecha, y la Francia urbana, encastillada, aviejada y renqueante…
Ambas características –fin de la vieja política y creciente proletarización-, que son comunes al ‘Brexit’ y a la elección de Trump en los Estados Unidos, planteaban un dilema a los franceses, que podían enfrentarse dramáticamente a las inercias europeas como quería Le Pen o reconocer los errores del cosmopolitismo y proponer reformas en la UE y un replanteamiento de la globalización como sugería Macron. Finalmente, los franceses han actuado con inteligencia y sentido común y se han inclinado por la menos mala de las soluciones. Porque una cosa es negarse a interiorizar una farragosa Constitución Europea, fruto diarreico de la burocracia de Bruselas, como hicieron en 2005, y otra muy distinta echarse en brazos de una oscura heredera del nazismo. La victoria de Macron es por ello una esperanza para todos los europeístas del continente, y en cierto modo una oportunidad para la idea de reconstruir la Unión con las experiencias aprendidas. Pero no debe perderse de vista que esta es, como ha quedado dicho, la última oportunidad.