El presidente de la Generalitat no podía desaprovechar el gran atentado del 17 de agosto en Barcelona para explotarlo en beneficio del proceso soberanista
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, no podía desaprovechar el gran atentado del 17 de agosto para explotarlo en beneficio del proceso soberanista. Ya se sabe que las fuerzas independentistas de Cataluña, animadas por la excentricidad antisistema de la CUP, están obstinadas en conseguir su objetivo a cualquier precio. Y puesto que consideran que el fin justifica los medios, no tienen empacho en recurrir a la deslealtad, no sólo con las demás instituciones del Estado sino también con la propia ciudadanía de Cataluña, engañada a conciencia por estos desaprensivos. Como es conocido, Puigdemont hizo este viernes, víspera de la gran manifestación de Barcelona contra el terrorismo yihadista, unas inaceptables e insidiosas declaraciones a The Financial Times en las que acusa al Gobierno de hacer política con la seguridad: se queja de falta de presupuesto para sostener la policía autonómica y de que esta no tenga libre acceso a Europol. Culpa, en fin, de los atentados al Estado español.
La indecencia del nacionalismo catalán que Puigdemont representa (el que lanzó Pujol, para concluir tras 23 años en el poder con una historia siniestra de enriquecimiento familiar y de clase) resalta con fuerza porque es muy fácil compararlo con otro nacionalismo, que, aunque puede merecer críticas de quienes no simpatizan con él, se ha comportado con exquisita lealtad institucional y con rigor ético: el nacionalismo vasco del PNV.
ETA comenzó a matar en 1961, y no dejó de hacerlo cuando, tras la muerte de Franco en 1975, empezó a erigirse la democracia en este país; finalmente, aquella organización criminal hubo de rendirse en octubre de 2011, derrotada policialmente por el Estado. Pues bien: a pesar de esta lacra maligna que nos persiguió con saña durante cincuenta años, Euskadi accedió a la más intensa y profunda autonomía de su historia en 1979 y creó su propia policía autonómica –la Ertzaintza— en 1982, cuando la violencia de ETA estaba en pleno fragor. En los casi treinta años que el terrorismo siguió acosando las libertades, la Ertzaintza y las fuerzas de seguridad del Estado no registraron incidente alguno: pese a las lógicas dificultades, las distintas policías convivieron y cooperaron. Y el nacionalismo vasco, que gobernó todo este tiempo salvo en la legislatura 2009-2012, respetó escrupulosamente las reglas de juego en todo momento. Es más: en 1988, todas las fuerzas políticas, nacionalistas y no nacionalistas, firmaron el pacto de Ajuria Enea contra la violencia etarra, que aisló a los terroristas y fue el verdadero fundamento de la derrota de ETA.
En el fondo, Puigdemont y sus secuaces saben que esos mismos mossos d’esquadra a los que intentan manipular les darán la espalda
El pacto antiyihadista es más simple y más obvio, puesto que no es concebible que el fanatismo de los salafistas encuentre simpatías organizadas en Cataluña, pero la unidad política y la lealtad institucional siguen siendo armas decisivas en la lucha contra esta forma obscena de terror religioso. Pero a Puigdemont y a los suyos, lo que les interesa es esa ruptura imposible del Estado que no se producirá y dejará secuelas de difícil reparación. En el fondo, Puigdemont y sus secuaces saben que su apuesta está vacía porque, a la hora de la verdad, esos mismos mossos d’esquadra a los que intentan manipular les darán la espalda, y serán consecuentes con el juramento que han hecho de respeto a la Constitución y al estado de derecho.
Lo grave de la situación catalana es que los instigadores de la secesión unilateral han quemado las naves: han apostado tan fuerte, han demostrado tan escaso fervor democrático, han roto tantos puentes que la marcha atrás es para ellos imposible porque supone aceptar, además de la derrota política, el ridículo social. Por ello, y ya que no tienen nada que perder, están dispuestos a arrojar a Cataluña al vacío porque habrán de ser otros quienes recojan los trozos de una relación bilateral que habrá que reconstruir prácticamente partiendo de cero.