PP y PSOE, pese a las surgimiento de los partidos nuevos están empeñados, por sentido de supervivencia y otros motivos, en no abdicar de sus posiciones
El debate de investidura propiamente dicho, los cara a cara de Rajoy con los líderes de los grupos parlamentarios, la constatación de la rica pluralidad… han arrojado un saldo inequívoco: el bloqueo que con toda probabilidad impedirá la formación de un gobierno presidido por Rajoy es de gran densidad, y resultará probablemente insoluble porque los actores que resultan decisivos –PP y PSOE, pese a las surgimiento de los partidos nuevos- están empeñados, por sentido de supervivencia y otros motivos, en no abdicar de sus posiciones.
En realidad, el dilema es más moral que político: ¿Qué es más importante? ¿La congruencia de las organizaciones políticas con sus idearios y sus propuestas programáticas, o la estabilidad de un gobierno que ponga fin al periodo de provisionalidad que estamos padeciendo y que se prolonga más de lo razonable? Es evidente que no hay una respuesta tajante, que estamos en el terreno resbaladizo de lo opinable y que tan respetable es aquella opinión que reclama cierto relativismo en las minorías que podrían estabilizar una fórmula de gobierno como aquella otra que se niega con inflexibilidad a faltar a la palabra dada a los electores.
En realidad, las lagunas constitucionales –y estamos en presencia de una grave falla en el diseño del régimen que realiza la Carta Magna- difícilmente pueden rellenarse mediante actuaciones de buena voluntad: es preciso reformar la norma. En nuestro caso, el célebre artículo 99 CE debería establecer que, si las gestiones del jefe del Estado encaminadas a investir un candidato no prosperan en determinado plazo, quedaría automáticamente nombrado jefe del gobierno el líder de la formación o coalición con más respaldo. Pero, como es lógico, para proceder a tal reforma (que por cierto todavía no tiene postulantes) sería necesario disponer primero de un gobierno.
El célebre artículo 99 CE debería establecer que, si las gestiones del jefe del Estado encaminadas a investir un candidato no prosperan en determinado plazo
Los cara a cara del debate de investidura han permitido en fin comprobar la imposibilidad de encontrar una formula viable. Sin que nadie pueda asegurar que las próximas elecciones arrojarán un resultado más manejable que el actual. Así las cosas, debería aguzarse el ingenio para hallar caminos practicables. Quizá el Rey podría dar algún paso en esta dirección, ya que las gestiones encaminadas a la estabilidad no tendrían por qué quebrar su neutralidad ni atribuirle sesgo político alguno. A fin de cuentas, en ningún lugar está escrito que el candidato a la presidencia del Gobierno propuesto por el Rey (art. 99.1 CE) haya de ser uno de los líderes parlamentarios.
Hay muchas opciones que podrían desbloquear la situación: una primera, consistiría en proponer a las formaciones políticas un pacto para entronizar a una personalidad relevante como presidente a plazo fijo (el modelo Monti). Se le podría encomendar la dirección de la reforma constitucional por consenso y algunos pactos solemnes de los que se manejan estos días en la propia investidura y que gozan de acuerdo muy significativo si no unánime.
Una segunda opción, más difícil de cuadrar pero no imposible, sería la de que toda la cámara baja, o al menos una mayoría absoluta significativa, aceptase investir presidente al líder del partido más votado –a Rajoy-, para llevar a cabo específicamente una tarea concreta, semejante a la de la hipótesis anterior: impulsar reformas institucionales básicas para modernizar el Estado, resolver el conflicto catalán, suscribir pactos de estado pendientes… a plazo determinado, y con nuevas elecciones en un par de años.
La tercera opción, que requeriría un cierto derroche de autoridad moral y por tanto el respaldo de algunas voces sociales e institucionales relevantes, supondría la sustitución de los líderes partidarios actuales por otros distintos, naturalmente designados por sus propias organizaciones, en la cabecera de las listas electorales de las próximas elecciones. Todo indica que personas diferentes, no envueltas en la vorágine de su propia historia, conseguirían mucho más fácilmente un acuerdo tras una consulta que desde luego habría de adelantarse al 18 de diciembre o celebrarse en día laborable.
Hay dos meses para la convocatoria electoral, pero si los protagonistas de la situación no salen del carril convencional por le que transitan desde el 20D, no habrá otra solución que unas nuevas elecciones… el día de Navidad. Un disparate que todavía tiene enmienda si nuestros padres de la patria elevan el tono intelectual del análisis.