Los sociólogos explican que, ante una decisión compleja, se experimenta un proceso de tensión creciente a medida que se acerca la hora señalada
Los sociólogos explican que, cuando alguien debe tomar una determinada decisión compleja y controvertida a plazo fijo, experimenta un proceso de tensión creciente a medida que se acerca la hora señalada. De modo paulatino, el decisor pondera con creciente intensidad los pros y los contras de las dos opciones que forman el dilema, y el escrutinio se vuelve cada vez más arduo ya que se acumulan los argumentos, incuso aquellos que ha desdeñado por irrelevantes a través del proceso de decantación anterior.
En el terreno político, este fenómeno es bien perceptible y hay muchas experiencia de él en todos los ámbitos. Hace poco, lo vivimos en Cataluña, cuando la CUP había impuesto condiciones leoninas a Junts pel Sí para votar la investidura de Artur Mas, y a medida que se aproximó el límite tasado a partir del cual hubiera habido que repetir las elecciones autonómicas, los diferentes actores ensayaron y ponderaron todas las fórmulas hasta que, al borde del límite, surgió una solución imprevista y exótica que zanjó la cuestión y resolvió el caso: un ciudadano llamado Puigdemont, con escaso currículum y a la sazón alcalde de Gerona, fue nombrado presidente de la Generalitat. Las últimas horas de la negociación fueron arduas, estuvieron cargadas de zozobra, y la oportunidad que se perdía si no se conseguía un arreglo adquirió proporciones gigantescas, que llegaron a aterrorizar y a aplastar a los negociadores, que respiraron con alivio al encontrar la vía de escape del conflicto.
Todo indica que los partidos están encasillados en sus posiciones y no quedará más remedio que ir a elecciones
Viene todo esto obviamente a cuento del periodo final de este interregno de dos meses que la Constitución ha otorgado a los partidos para pactar un nuevo gobierno del Estado después de la primera votación de investidura, que resultó fallida (como la segunda). El plazo termina el 2 de mayo pero en realidad concluye con la ronda de entrevistas que realizará el Rey los días 25 y 26: si de esta liturgia no sale un candidato con posibilidades, el monarca firmará irremediablemente el decreto elecciones, refrendado por el presidente de las Cortes, tras la disolución automática.
LA OPCIÓN MÁS PROBABLE: LA REPETICIÓN DE ELECCIONES
En la hora presente, todo indica que los partidos están encasillados en sus posiciones ya conocidas, por lo que parece realmente que no quedará más remedio que ir a elecciones. Pero esa presión de que hablaba más arriba podría obrar milagros. O, cuando menos, deslizamientos significativos.
Por una parte, podría ser que en el PP se acentuaran los actuales movimientos –todavía inaudibles para los profanos, sólo perceptibles por especialistas- y Rajoy decidiera dar un paso al lado para que ocupara su puesto una personalidad de la siguiente generación. En este caso, la ‘gran coalición’ no resultaría descartable en absoluto, y seguramente muchos grupos de presión desarrollarían su influencia para intentar que cuajase.
El ambiente político se volverá irrespirable en los días clave
Por el otro extremo del espectro, a medida que se acerque el fin del plazo, Podemos tendrá que afrontar la acusación, cada vez más vívida, de que su negativa a respaldar un gobierno moderado desmonta la oportunidad de una legislatura con los conservadores en la oposición, durante la cual sería posible llevar a cabo reformas trascendentales. Y sobre el PSOE pesarán también las opiniones que le recriminarán no haber aceptado un bipartito con Podemos, fórmula que como es sabido requeriría también la abstención -al menos- de los independentistas.
Con estos ingredientes, el ambiente político se volverá irrespirable en los días clave. Seguramente, habrá contactos, conversaciones subrepticias y públicas, gestiones de toda índole en todas direcciones… Lo más probable –insisto- es que toda la pólvora se gaste en salvas y que haya nuevas elecciones. Pero no puede descartarse, ni muchos menos, cualquier otra solución.
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