Personalidades de ERC y del PDeCAT tratan de que sean sus compañeros de gabinete quienes impartan las instrucciones más comprometidas
La expectativa del referéndum de autodeterminación, “como muy tarde en septiembre”, que todavía manejan las dos fuerzas unidas en ‘Junts pel Sí’, la CUP y las grandes organizaciones sociales independentistas, Omnium Cultural y la Asamblea Nacional Catalana, está diluyéndose como un azucarillo en un vaso de agua. En realidad, estos actores habían imaginado dos escenarios opuestos que no se han materializado: uno primero, el de la pasividad de Madrid, cuyas instituciones, en crisis por el cambio de modelo de representación, dejarían hacer hasta que la independencia fuera ya un hecho irreversible en la práctica; y uno segundo, el de la dureza sin contemplaciones, el de la respuesta abrupta y hasta violenta, que conmocionase a la comunidad internacional, convirtiera a los independentistas en víctimas y les redimiese ante la sociedad catalana, incluso ante aquella parte opuesta a la secesión.
Pero no ha sucedido ni lo uno ni lo otro: el Estado, que ostenta el gran poder legítimo que le otorga la Constitución, ha demostrado una gran incapacidad negociadora pero, en la vertiente institucional, se ha limitado por ahora a utilizar con mesura y proporcionalidad los resortes de que dispone para frenar las desviaciones que apuntaban a la ruptura unilateral. Sin aspavientos ni gritos ni gesticulaciones, los tribunales han paralizado las decisiones ilegales y han comenzado a sancionar con inhabilitaciones las contravenciones más graves a la normativa. Y realmente pocas lágrimas ha derramado la sociedad catalana por esas inhabilitaciones que sirven de aviso a navegantes. De momento, los funcionarios públicos de la Generalitat ya exigen a sus jefes que les den las órdenes dudosas por escrito; y empieza a ser visible cierta reticencia de los altos cargos del Govern a la hora de asumir tales responsabilidades.
Las encuestas acreditan que la opción que consigue mayor adhesión es la autonomista reformada
Personalidades de ERC y del PDeCAT tratan de que sean sus compañeros de gabinete quienes impartan las instrucciones más comprometidas… Mientras tanto, el Gobierno de la nación advierte a los proveedores del sector privado de los riesgos que corren si secundan la aventura independentista y surgen los primeros encontronazos internos en el variopinto colectivo soberanista: las declaraciones del número dos del PDeCAT, David Bonvehí, en el sentido de se están buscando candidatos para las elecciones autonómicas por si fracasa el referéndum, difundidas presuntamente por ERC para poner en evidencia a su socio, abren la veda de una caza de brujas encaminada a buscar a los ‘traidores’ en una revolución perdida de antemano. De hecho, muchos soberanistas sensatos empiezan a sentir vergüenza ajena al ver a Puigdemont y a Junqueras tratando desesperadamente de encontrar un imposible respaldo internacional que no llegará porque, como es natural, funciona a la perfección la solidaridad democrática de los estados en estos casos.
Al mismo tiempo, ahora empieza a verse con toda claridad el error inconcebible de los partidos democráticos que, con la ayuda vergonzante de la CUP, han encabezado el viraje independentista en Cataluña ha sido su propuesta de salida del marco del estado de derecho. Esta delirante deriva, que ha germinado en el caldo de cultivo de las debilidades institucionales del modelo (el desenlace de la fallida reforma del Estatuto catalán) y de la corrupción que ha destruido al partido central del catalanismo político (el caso Pujol), tenía que terminar chocando frontalmente con la realidad de un régimen como el español, sólidamente democrático, anclado en la UE y basado en profundos consensos fundacionales, en los que participaron de forma inequívoca y con gran intensidad la sociedad y la superestructura política catalanas.
Las encuestas cumplen asimismo su cometido: las del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat (el CIS catalán) evidencian la insuficiencia de la pulsión independentista. Y todas ellas acreditan que la opción que consigue mayor adhesión es la autonomista reformada, es decir, aquella en que Cataluña asuma nuevas competencias blindadas sin dejar de ser una comunidad autónoma ni alcanzar la soberanía plena.
Existe, en definitiva, una reclamación en dos planos: una mayoría social apuesta por el statu quo aunque advierte de la necesidad de su reforma a fondo, y una minoría insuficiente prefiere la independencia. Con la particularidad de que hay también una mayoría muy relevante que no desea en absoluto que se vulnere la legalidad. De hecho, no tiene sentido alguno invocar algunos delicados precedentes históricos porque a día de hoy resulta impensable que los mossos d’esquadra obedezcan órdenes ilegales o actúen contra los preceptos constitucionales. Esta observación no es baladí porque en ella se basa la flema gubernamental (del gobierno central), que sabe que la maquinaria institucional está intacta y podrá servir para frenar cualquier tentativa de ruptura.
Pero las encuestas acreditan también lo que Madrid niega con absurda irresponsabilidad: que en Cataluña hay un grave problema político. En efecto la recién publicada encuesta de GAD3 para “La Vanguardia” pone de manifiesto que el 75% de los ciudadanos son partidarios de un referéndum para decidir sobre la independencia. Entre ellos, el 66% cree que debería ser acordado y sólo el 28,8% piensa que podría ser unilateral); que alrededor del 60% de los encuestados no cree que el Gobierno lleve efectivamente a cabo el plan de inversiones anunciado recientemente por Rajoy; que sólo un 30% cree que el proceso dará lugar a una negociación fecunda con Madrid; que el 80,1% piensa que el Gobierno central no ha cambiado su actitud en el conflicto con Cataluña y se mantiene con la cerrazón habitual. Curiosamente, esta encuesta demuestra asimismo que pocos catalanes tienen fe en la independencia: sólo el 5% cree que este será el desenlace del proceso a corto plazo y apenas el 19,3% piensa lo mismo a medio y largo plazo.
En definitiva, los soberanistas están perdiendo la dudosa oportunidad que acariciaron, pero el Estado no está ganando realmente la partida porque no aprovecha ese declive para actuar positivamente sobre el conflicto y tratar de aplacarlo para encauzarlo después definitivamente.
Antonio Papell