Cataluña: un presidente para el conflicto
El único elemento positivo que adorna al recién investido presidente de la Generalitat, Quim Torra, es que no tiene antecedentes penales ni está imputado en procedimiento alguno. No por su moderantismo —ha quedado acreditado que es un radical que exhibe rasgos xenófobos intolerables y que muestra ciertas concomitancias con el viejo partido Estat Catalá, cuyas familiaridades con el nacionalsocialismo son inquietantes como ha puesto de relieve Vidal Folch— sino porque no había sido requerido todavía para violentar la legalidad. Era un soberanista de segunda división, de la zona media de la lista electoral de JxCAT.
En todo lo demás, Torra no ofrece indicios de que vaya a contribuir a aplacar/resolver el conflicto abierto. En primer lugar, se ha reconocido epígono del “verdadero presidente”, Puigdemont, que será quien realmente mande en la Generalitat; es bochornosa la indicación del prófugo a su emisario de que ni siquiera se atreva a ocupar su despacho oficial en la Generalitat.
Torra no ofrece indicios de que vaya a contribuir a aplacar/resolver el conflicto abierto
En segundo lugar, ha reconocido que se dispone a continuar el ‘procés’, conforme al mandato del 1-O, y que a tal fin se dispone a abrir un proceso constituyente para elaborar la Carta Magna de la República Catalana. Glorioso y pacificador empeño.
En tercer lugar, ha anunciado que se dispone a revertir todas las medidas adoptadas por el Gobierno de la nación al amparo del artículo 155, para lo cual creará la figura de un comisionado adjunto a la presidencia de la Generalitat. Una de las primeras decisiones será la reconstitución del aparato de propaganda exterior, las célebres embajadas. Otra, la devolución del honor mancillado a los mossos d’esquadra que apoyaron la rebelión o condescendieron con ella. Y cabe imaginar que revitalizará la descabellada ley de Desconexión aprobada por el Parlament y suspendida por el Constitucional.
Finalmente, ha manifestado también que su designación es provisional y que la legislatura será corta, lo que permite sospechar con fundamento que se dispone a consumar la operación ya conocida de celebrar elecciones catalanas justo después de que tenga lugar la vista oral a la que deberán someterse los autores de la cuartelada del 1-O, los ejecutores del golpe de Estado con que pretendieron arrancar unilateralmente la independencia. Tras la sentencia, los soberanistas convocarán elecciones para escuchar el “juicio del pueblo”. Como si las urnas pudieran lavar delitos o promover amnistías.
Todo lo anterior es inquietante, pero quizá lo que más abona el pesimismo es el hecho de que este individuo que Puigdemont ha puesto a presidir la Generalitat es un reconocido sectario, por lo que no le temblará la mano a la hora de empujar a la sociedad catalana hacia el precipicio. De hecho, el perfil del nuevo presidente está repleto de abominaciones hacia España y lo español, con comentarios de clara raíz étnica que, en otro contexto, recibirían calificativos inhabilitantes.
En resumen, lo previsible, a la luz de lo visto y lo oído, es que el nuevo presidente de la Generalitat emprenderá el mismo camino que el Estado tuvo que abortar mediante las medidas excepcionales contenidas en la Constitución. Es lógico, por tanto, que se haya planteado la hipótesis de mantener vigente la cautela del art. 155 C.E. Pero ello no es posible, con la ley en la mano.
En efecto, la resolución del Senado de 27 de octubre de 2017 que aprobó con algunas modificaciones de matiz la propuesta de intervención que había presentado el Gobierno al amparo del art. 155 C.E. establece que las medidas se mantendrán vigentes “hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno de la Generalitat, resultante de la celebración de las correspondientes elecciones”. No basta con la elección del presidente sino con la toma de posesión de todo el Gobierno, conforme a la Ley catalana del Gobierno, es decir, después de que el presidente tome posesión y se publique el decreto de nombramiento de los consejeros. Con estos requisitos, las medidas del 155 dejarán de tener vigencia, y el acuerdo del Senado no prevé posibilidad de prórroga.
Así las cosas, hay que dar a Quim Torra un margen de confianza. No sería la primera vez que quien ha sido encargado por otros de proseguir una determinada misión política adquiere autonomía y cambia de rumbo. Torra tiene la oportunidad de hacerlo, de regresar al marco constitucional, de pasar a la historia como el componedor de una relación rota. No es probable que ocurra, pero todo el mundo merece el beneficio de la duda.
Por si acaso, Rajoy ya tiene fijadas sendas citas con el socialista Sánchez y con el líder de Ciudadanos, Rivera. Previsiblemente, los tres efectuarán una composición de lugar y analizarán las nuevas medidas que el Estado habrá de adoptar para sortear las nuevas marrullerías del soberanismo, que podrían basarse en una nueva aplicación del 155 y en la suspensión temporal de la autonomía. Pero no adelantemos acontecimientos.