Oliver Sacks y el certero diagnóstico de su propia muerte
Ha muerto Oliver Sacks como mueren los caballeros ingleses: en silencio; como mueren los verdaderos científicos: investigando, y como parten de ese mundo los escritores valiosos: escribiendo sin prejuicios.
Ha muerto Oliver Sacks como mueren los caballeros ingleses: en silencio; como mueren los verdaderos científicos: investigando, y como parten de este mundo los escritores valiosos: escribiendo sin prejuicios y con asombro. Oliver Sacks era médico, así que cuando le dijeron que había un ente extraño en su cuerpo y que este lo estaba pulverizando desde dentro y que no había forma de eliminarlo, supo que no llegaría a sus años de polonio. “Es casi seguro que no seré testigo de mi cumpleaños de polonio (el número 84)”, escribió el curioso neurólogo sin sentimentalismos.
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No le alegraba la idea de morir pero se supo afortunado. Ese extraño que le arrebató la vida, como a miles cada día, surgió espontáneamente en uno de sus ojos color avellana, el derecho, y luego cogió las maletas e hizo un viaje hasta su hígado. Allí se asentó, desde allí comenzó a destruir a Sacks, que contraatacó, ganándole a la muerte unos meses más de vida.
Sacks no se hubiera referido en estos términos a su enfermedad. En realidad lo hizo de un modo distinto y más preciso. Cuando hablaba de ella, cuando habló de ella, lo hacía, lo hizo, como una pérdida de equilibrio, un “sentimiento general de desorden” causado por un cáncer que había ocupado su hígado.
“Un sentimiento general de desorden” (la traducción es propia; otros hubieran optado por la palabra “malestar” en lugar de “desorden”) es el título que eligió para una de sus últimas contribuciones con The New York Review of Books. En ella narra su conocida llegada a Nueva York y su primigenio interés por la migraña, que él padecía y que llegó a tolerar con los años luego de comparar sufrimientos. En su libro “Migraña”, Oliver da cuenta de la existencia de personas que sufren cefaleas más terribles y duraderas que la suya. Una migraña común, escribió, dura no menos de tres horas y “por lo general dura de ocho a veinticuatro horas, y a veces varios días, llegando en algún caso extremo a alargarse una semana”. Sacks, como todos los que padecen una, tuvo que aprender a vivir con ella.
El 16 de febrero último, confesó Sacks en este mismo artículo sentirse bien, en “mi usual estado de salud” a pesar de saber hace un mes que padecía cáncer. No es que ignorara que iba a morir pronto, solo quería prolongar más sus días en la Tierra. Como el mismo dejó dicho, quería saldar sus cuentas con el mundo, despedirse de sus seres amados, escribir más, visitar lugares nuevos, ser más sabio, divertirse e incluso cometer alguna estupidez.
“El tío Tungsteno” es uno de los libros de Sacks, es un homenaje a la curiosidad de la infancia, que debe ser alentada y no detenida, protegida y no extinguida.
Por ello le pidió a un cirujano radiólogo que le realizara un procedimiento quirúrgico que evitara que la sangre y el oxígeno llegaran a las células metastásicas alojadas en su hígado. Este procedimiento produciría “materia muerta que debería ser removida por el cuerpo”, labor que sería realizada, explicó Sacks, por las células macrófagas del sistema inmune. “Esta enorme tarea celular absorberá toda mi energía, y sentiré, en consecuencia, un cansancio más allá de todo el que he sentido antes, por no decir nada del dolor y otros problemas”.
Sacks nació en 1933, en Londres, en la casa del 37 de Mapesbury Road. De Londres recuerda los bombardeos de la Luftwaffe, el autoritarismo de un director de internado, el amor verdadero de sus padres por él, el destino de su hermano Michael, que enloqueció, la tabla periódica de Mendeléiev, el diamante incrustado en el anillo de compromiso de su madre, judía, las figuras formadas por el imán y las limaduras de hierro en un papel, la explicación de su padre, judío, de los fusibles y la recomendación de su madre de que visitara al tío Dave, el tío Tungsteno, para que aplacara este el fuego de su curiosidad. “Si quieres enterarte de más cosas, tendrás que preguntarle al tío Dave”, sugirió su madre, y el niño Sacks obedeció.
“El tío Tungsteno” es uno de los libros de Sacks, es un homenaje a la curiosidad de la infancia, que debe ser alentada y no detenida, protegida y no extinguida. El tío Dave era el tío Tungsteno porque fabricaba bombillas con filamentos de alambre de tungsteno. Sus manos siempre estaban manchadas de polvo negro pero sabía algo de un fenómeno que maravilló a Sacks: los metales y la electricidad, la luz. No obstante, Sacks no se convirtió en químico, lo que era más probable dadas sus inclinaciones, sino en médico. Supo que sería así a los catorce años. “Mis padres eran médicos, mis hermanos estudiaban medicina”, de modo que “quedó entendido que iba a ser médico”. Sacks llegó a los Estados Unidos en la década del sesenta, y es allí que el Sacks neurólogo se convierte en el Sacks neurólogo-investigador-escritor, aunque nunca perdió la pasión por la química, por esos elementos que forman lo que somos.
Uno de sus libros más famosos es “Un antropólogo en Marte”, en el que narra siete casos clínicos muy extraños, que refuerzan lo que siempre creyó: sabemos muy poco del cerebro humano, de nosotros mismos. Se narra el caso de un pintor ciego que no quiere recuperar la vista; de un ciego de nacimiento que la recobra y que no puede distinguir lo lejano de lo cercano, etc. El mismo Sacks fue una rara avis neurológica. Según propia confesión, él no podía discriminar rostros. La revelación la hace en su libro The Mind’s Eye, en el que cuenta cómo descubrieron y diagnosticaron un melanoma en la retina de su ojo derecho, un tipo de cáncer que afecta a unas 140 millones de personas en el mundo, el 2% de la población mundial. “Me entró el pánico”, escribió Sacks, “sólo podía escuchar una voz en mi interior que gritaba ¡CÁNCER, CÁNCER, CÁNCER!”, y no se equivocó. La enfermedad de no poder reconocer los rostros, incluso de nuestros seres queridos más cercanos, se llama prosopagnosia y Sacks intentó comprenderla, él, que cuando se miraba al espejo, tampoco se reconocía.
El procedimiento para detener el flujo de sangre y oxígeno hacia las células cancerígenas en su hígado, procedimiento médico llamado embolización, tuvo efectos positivos en Sacks a los diez días de habérsele practicado. Destruyó el 80% de los tumores en su hígado a comienzos de abril de este año. La noticia alegró a Sacks porque sabía que no le había ganado la guerra al cáncer sino que había firmado con la enfermedad una especie del cese al fuego, acuerdo que las células cancerígenas no respetarían pues volverían a la carga con más fuerza; pero la noticia alegró a Sacks porque había ganado unos meses más de vida pero no unos meses cualquiera. “Espero sentirme realmente bien por tres o cuatro meses, en un modo en el que, quizá, con tanta metástasis creciendo dentro de mí y drenando mi energía por un año o más, difícilmente habría sido posible antes”. Sacks murió el 30 de agosto del 2015, y su diagnóstico sobre sí mismo fue certero.
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