La política sin la ciencia está condenada al fracaso
Eduardo Costas
La URSS es un claro ejemplo de cómo la política fracasa estrepitosamente cuando impone la ideología al conocimiento científico. Negó la genética hasta los años 60 y provocó una hambruna que costó la vida a 40 millones de personas.
La ciencia es poder. Iósif Stalin, Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, lo tenía muy claro. Siempre quiso conseguir que la ciencia y la tecnología soviéticas fuesen las más avanzadas del mundo.
Desde que se hizo con el poder, Stalin dedicó ingentes inversiones para financiar proyectos muy ambiciosos, tanto en ciencia básica como aplicada. Desde todos los puntos del gigantesco imperio de la URSS, jóvenes talentosos fueron reclutados a millares para trabajar como tecnólogos y científicos. En poco tiempo la Unión Soviética acabó dedicando más porcentaje de su PIB a la ciencia de lo que jamás dedicaron las potencias occidentales.
A pesar de tan ingente esfuerzo, no parecía que la ciencia soviética adelantase a la que se hacía en occidente.
Stalin perseveró: incluso durante la Gran Guerra Patria (la Segunda Guerra Mundial), los principales institutos de investigación soviéticos se trasladaron hacia posiciones seguras en la retaguardia a medida que los alemanes se adentraban en territorio ruso.
Faltando poco para el final de la guerra, mientras la Alemania nazi se derrumbaba, Stalin ordenó al Ejército Rojo que dedicase el mayor de los esfuerzos a capturar a los científicos nazis con todo su equipo, para llevárselos a la Unión Soviética. En buena medida, lo lograron. Miles de científicos y tecnólogos nazis terminaron trabajando detrás del Telón de Acero.